Hubo un día que una ciudad no podrá olvidar fácilmente. Un día en que sus habitantes tocaron el cielo. El equipo de la ciudad se había proclamado Campeón de Europa de baloncesto y yo tuve la suerte de vivir en primera persona. Por José María Santiago (@jmsantiago33)
Para los que hemos nacido y vivido en Badalona lo ocurrido el año 1.994 quedará grabado siempre en nuestras retinas. Debo reconocer que siendo de esta maravillosa ciudad, es muy difícil no amar el deporte de la canasta (el hecho de que la casa de mis padres se encuentre a escasos 300 metros del Pabellón Olímpico ha ayudado mucho), pero aquel triunfo fue la culminación y el reconocimiento a una forma de vida. La victoria de un deporte (el baloncesto) que es el número uno en la ciudad, por delante del todopoderoso fútbol. La victoria de un sentimiento, de una tradición, de un equipo con un núcleo fuerte formado por la cantera, acababa de derrotar al gran favorito del torneo y un equipo hecho a golpe de talonario, cómo el Olympiakos griego.
Parece que fue ayer cuando me dirigía a la mañana siguiente al Instituto, después de haber vivido una larga noche, una noche que sabía que no iba a olvidar en toda la vida. Aquel camino dónde solía encontrarme a menudo a jugadores de la Penya cómo Alfons Albert o Dani Garcia (yendo a entrenar andando, cómo un ciudadano más muestra el aire cercano del club con la ciudad), me mostraban las caras de felicidad y satisfacción de la gente. La sonrisa en sus rostros, delataban que se sentían orgullosos de vivir y sentir ese sentimiento, que es ser de la Penya.
Un sentimiento que no se borró cuando tan sólo dos años antes, aquel triple de Sasha Djordjevic rompía de un plumazo las ilusiones de toda la ciudad y daba el título europeo a un Partizan de Belgrado, que disputó muchos encuentros cómo local en Fuenlabrada debido a la guerra de los Balcanes.
El baloncesto hizo justicia y devolvía de la mano de Zelkjo Obradovic (precisamente el entrenador que dirigía a Partizan), el título que se había escapado de forma tan cruel, aquella maldita noche en Estambul.
Dirigidos por uno de los mejores entrenadores de Europa (si no el mejor), junto a un grupo de jugadores formados en el club cómo los hermanos Jofresa, Villacampa, Dani Pérez, Iván Corrales, Alfons Albert o Dani García y a jugadores de la talla de Ferran Martinez, Corny Thompson, Mike Smith o Juanan Morales fueron capaces de derrotar a clubs más poderosos económicamente.
Dejaron por el camino, nada más y nada menos que al Madrid de Sabonis en cuartos y a un Barcelona en semifinales, al que derrotaron muy cómodamente por 65 a 79 y que mostraba una vez más la maldición de Aito en las Final Four, pero es otra historia.
La final no fue precisamente una oda al ataque y al buen juego, pero sí que fue un encuentro en el que la emoción duró hasta el final. La victoria por 57 a 59 era la victoria de un club, de una pequeña ciudad que lograba derrotar a todo un Olympiakos que a base de talonario había logrado juntar a jugadores de la talla de Paspalj, Tarpley, Fassoulas o Sigalas.
Un 21 de abril de 1.994 en Tel Aviv, ganó una forma de entender y de vivir el baloncesto. La victoria de una cantera que parece no acabar nunca: Margall, los Jofresa, Villacampa, Rudy Fernández, Ricky Rubio o Pau Ribas pueden dar fe de ello. Un triunfo que hoy en día los más pequeños en Badalona, junto a su pelota de baloncesto, sueñan en repetir.
Redactor · Opinión · NBA · Liga Femenina
Twitter: @jmsantiago33