Nunca he sido fan de ningún jugador, ni siquiera en mi juventud. Sin embargo, si hay alguien que me hacía sentir algo especial en una cancha de baloncesto, ese era el alero croata Toni Kukoc
Toni se retiró en abril de 2006, y desde entonces nunca había encontrado a otro jugador que me hiciera sentir lo mismo en una cancha de baloncesto. Pero eso cambió el pasado domingo, en el Coliseum de A Coruña, cuando vi a un alero Olle Lundqvist, con solo diez encuentros disputados en la ACB con el Leyma Básquet Coruña… Sin darme cuenta, sus jugadas me transportaron a años pasados, evocando recuerdos de la estrella croata, flashes que se agolparon en mi cabeza con muchas de las acciones del sueco.
Lundqvist tiene una capacidad impresionante para jugar en cualquier posición exterior, subiendo el balón y repartiendo hasta 8 asistencias. En defensa, se entregaba por completo. Aunque tanto él como Kukoc, especialmente en sus inicios en Europa, no poseían un físico imponente para la defensa, su intensidad atrás se basaba en la gallardía, la garra y algo intangible que surgía desde el interior.
En ataque, el sueco brilló con un 7/10 en tiros de campo, incluyendo un triple, para terminar con 15 puntos, además de 5 rebotes y 3 recuperaciones para adornar la estadística. Sus transiciones eran rápidas, y en situaciones estáticas, su primer paso era demoledor, penetrando con decisión hacia el aro.
Lundqvist mide 2.01 metros, mientras que Kukoc medía 2.07 metros. Olle tiene 25 años, la misma edad con la que Kukoc ya había ganado casi todo con la Jugoplastika, Benetton, Yugoslavia y Croacia. Pero este artículo no trata de los logros, sino de las sensaciones personales que me provocó el jugador del Leyma el pasado domingo, esas sensaciones que me dicen que estamos ante algo especial. Y eso nunca se olvida.
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